É oportuno darvos a coñecer a Eduardo Galeano, este escritor, periodista, debuxante, uruguayo, que tivo un compromiso coa súa época e que sempre se expresou dun xeito claro e cercano. O seu pensamento e sensibilidade seguro que vos gustará, ou, alomenos, faravos pensar...Tristemente finou onte, aos 74 anos, e queremos facerlle unha homenaxe deste xeito.
No mesmo día finaba, aos 87 anos, outro escritor europeo importante, que foi premio Principe de Asturias das Letras en 1999 e premio Nobel, Günter Grass; quen foi testemuña dos acontecementos máis importantes vividos na Alemaña e na Europa do século XX. No seu libro de 1999 Mi siglo, deixou un fresco dos acontecementos máis importantes desa época convulsa.
Grass naceu o 16 de outubro de 1927 en Dánzig (Polonia hoxe). Estudou debuxo e escultura. A súa obra aborda de distintas maneiras a historia do seu país durante a metade do s. XX, entre as que destacan ademais de El tambor de hojalata (1959), obras como Pelando la cebolla (2006), o seu polémico libro de memorias; A paso de cangrejo (2002), Mi siglo (1999), Es cuento largo (1995), Encuentro en Telga, El rodaballo (1977), Años de perro (1963) o El gato y el ratón (1961).
Capítulo do libro Mi siglo (1999) que relata a caída do muro de Berlín:
1989
Cuando, viniendo de Berlín, volvimos a la región de Lauenburg,
pudimos escuchar con retraso la noticia por la radio del coche, porque
estábamos abonados al Tercer Programa, y entonces yo, lo mismo que otros
tropecientos mil, grité probablemente: “¡Qué locura!”, con alegría y susto,
“¡eso es una locura!”, y luego, lo mismo que Ute, que iba sentada al volante,
nos perdimos en nuestros pensamientos progresivos y regresivos.
Un amigo, que tenía al otro lado del Muro su vivienda y
su lugar de trabajo, y que, lo mismo antes que ahora, custodia legados en el
Archivo de la Academia
de las Artes, recibió la piadosa nueva igualmente con demora, por decirlo así,
con espoleta retardada.
Según su versión, volvía, sudando por el ‘jogging’, del
Friedrichshain. Nada insólito, porque, entretanto, también los del Berlín Este
conocían bien esa automortificación de origen norteamericano.
En el cruce de la
K(the–Niederkircher–Strasse con la Bötzöwstrasse se
tropezó con un amigo al que el ‘jogging’ le había hecho también jadear y sudar.
Los dos, sin dejar de correr sobre el sitio, se citaron para tomar por la noche
una cerveza, y cuando llegó la noche se sentaron en el amplio cuarto de estar
del amigo, que tenía un puesto de trabajo seguro en la, como se decía entonces,
“producción de materiales”, por lo que a mi amigo no le extrañó encontrar en el
piso de su amigo un suelo de parqué recién puesto; semejante adquisición
hubiera sido prohibitiva para él, que en el Archivo sólo manejaba papeles y era
responsable, todo lo más, de las notas de pie de página.
Bebieron una Pilsner y luego otra. Después apareció en
la mesa el aguardiente de Nordhausen. Hablaron de otros tiempos, de hijos
adolescentes y de barreras ideológicas en las reuniones de padres de alumnos.
Mi amigo, que es del Erzgebirge, en cuyas cumbres había estado yo dibujando
madera muerta el año anterior, quería, como dijo a su amigo, ir allí a esquiar
con su mujer el próximo invierno, pero tenía problemas con su Warburg, cuyos
neumáticos tanto delanteros como traseros estaban tan gastados que apenas
tenían dibujo. Ahora esperaba conseguir, por medio de su amigo, otros
neumáticos de invierno: quien en una situación de Socialismo realmente
existente puede ponerse parqué por su cuenta, debe de saber también cómo se
consiguen neumáticos especiales con la indicación ‘M’ ! ‘S’ (‘Matsch und
Schnee’), es decir, “barro y nieve”.
Mientras que nosotros, ahora ya con el alegre mensaje en
el alma, nos íbamos acercando a Behlendorf, en el llamado “cuarto de Berlín” del amigo de mi amigo la televisión estaba encendida y
con el sonido casi a cero. Y mientras los dos seguían conversando ante
aguardiente y cerveza sobre el problema de los neumáticos y el propietario del
parqué opinaba que, en principio, sólo podían conseguirse neumáticos nuevos con
“dinero de verdad”, aunque se ofreció a proporcionar inyectores para el
carburador del Warburg, pero sin poder dar más esperanzas, mi amigo echó una
rápida ojeada a la pantalla sin sonido, en la que aparentemente pasaban una
película en cuyo argumento unos jóvenes trepaban al Muro, se sentaban a
horcajadas sobre la protuberancia superior y la policía de fronteras
contemplaba la diversión sin hacer nada. Al hacerle observar ese menosprecio
del Muro de Protección, el amigo de mi amigo dijo: “¡Típicamente occidental!”.
Luego comentaron la falta de gusto actual –”seguro que es una película sobre la
guerra fría” y pronto estuvieron hablando otra vez de los dichosos neumáticos de
verano y los ausentes neumáticos de invierno. No se habló del Archivo ni de los
legados allí depositados de escritores más o menos importantes.
Mientras nosotros vivíamos ya con conciencia de la época
sin Muro que se avecinaba y –apenas llegados a casa– pusimos la televisión, al
otro lado del Muro hizo falta un ratito más para que, por fin, el amigo de mi
amigo diera unos pasos por el parqué recién puesto y aumentara al máximo el
sonido del televisor. Se acabó el hablar de neumáticos de invierno.
Ese problema lo resolvería la nueva era, el “dinero de
verdad”.
Apurar aún de un trago el aguardiente que quedaba, y
luego corre que te corre hacia la Invalidenstrasse, en donde se estaban atascando
los coches –más Trabant que Warburg–, porque todos querían dirigirse al paso de
frontera, maravillosamente abierto. Y quien escuchaba atentamente podía oír
cómo todos, casi todos los que querían ir al Oeste a pie o en Trabi, gritaban o
susurraban:
“¡Qué locura!”, lo mismo que yo había gritado: “¡Qué
locura!”, poco antes de Behlendorf, aunque luego dejara correr mis
pensamientos.
Me olvidé de preguntar a mi amigo cómo, cuando y con qué
dinero consiguió por fin los neumáticos de invierno. También me hubiera gustado
saber si el fin de año del ochenta y nueve al noventa lo celebró en el
Erzgebirge con su mujer, que en tiempos de la RDA había sido una patinadora de velocidad
famosa. Porque, de algún modo, la vida continuaba.